domingo, mayo 20, 2007

Una de momias

Hace unos días leí una noticia en la que un tío, al entrar en una vivienda que acababa de adquirir en una subasta, se encontró con una momia sentada en su nuevo sofá. Lo de la momia, no es coña, es literal. Resulta que la propietaria había fallecido seis años antes, y su cuerpo, sin la acción de un embalsamador de por medio, había llegado a un estado de semi-momificación. Al parecer nadie había pensado que esta mujer pudiera estar muerta sencillamente porque nadie la había echado en falta: ni su familia, ni sus amigos, ni sus vecinos… ni tampoco su banco.

Esto me ha traído del recuerdo un artículo escrito por J.J. Millás a colación de otra noticia similar, en el que exponía la teoría de que en la sociedad de nuestros días uno no estaba realmente muerto mientras aún quedase algo de saldo en su cuenta bancaria. Yo, con noticias de este tipo, estoy empezando a creer firmemente que la relación entre la salud y una cuenta saneada es mucho más directa de lo que había imaginado. Una prueba más es que según un buen amigo mío, experto en esto de las finanzas, existe un término que se denomina índice de supervivencia, que está relacionado con la cantidad de dinero en efectivo que un individuo posee para hacer frente a sus gastos o deudas más inmediatos. No en vano, la supervivencia está ligada a la capacidad de sobrevivir en una situación extrema, ¿no? Bueno, ¿y qué situación puede haber más extrema hoy en día, en esta sociedad consumista, que la de no tener ni un puto duro?

Pues bien, esta señora, la momia, debía de tener un índice bastante bueno, para aguantar seis años físicamente muerta pero financieramente saludable. Bueno, creo que llegaron a embargarle la casa, de ahí la subasta, pero ya conocemos a los bancos: uno o dos recibos retrasados bastan para un embargo. Lo descorazonador del tema es que nadie se percatase de que esta señora no diera señales de otra vida que no fuese la bancaria durante todo ese tiempo. Pero esa es otra historia.

Sin embargo, en lo concerniente a mi persona, si realmente la esperanza de vida se midiese por este índice de supervivencia, yo hace poco que habría estado al borde la muerte. Al menos fue eso lo que me dijo un cajero electrónico en forma de extracto bancario: justo al lado del montante, había dibujada… una calavera. Era una alucinación, claro, pero el caso es que al día siguiente recibí una llamada de un tipo que decía llamar de parte de BNP Paribas, pero que tan sólo pareció estar interesado en mis medidas:
–Veinte centímetros, por supuesto –le dije

Pero parece que no eran esas las medidas que me demandaba. Fue entonces cuando comencé a reflexionar que si un tipo te llama hoy en día para preguntarte cuánto mides de alto, cuánto de ancho y cuánto de fondo, estando suprimida la mili, más valdrá cambiar de rumbo antes de que sea demasiado tarde. Y es así que en estos dos últimos meses he conseguido mejorar unas décimas mi índice aplicando la táctica de la hormiga, que rinde menos satisfacciones que la de la cigarra pero en contraposición corre uno menos riesgos.

Hoy aún sigo renqueante, pues cuando uno llega al borde del colapso y a ver el túnel (en este caso, nada de luminoso, sino negro, bien negro), la recuperación es siempre un trabajo arduo y lento. Por desgracia, puede que dentro de poco reciba un varapalo que eche al traste la remontada y me lleve de nuevo a la agonía pues durante el tiempo que fui cigarra en vez de hormiga, olvidé que en mi querida Francia el IRPF no se aplica mensualmente. Se aplica de golpe, al año. Pues bien, para mí el golpe será de maza, o peor aún, de mazazo.

Yo al menos espero que si no salgo de ésta, haya alguien más que la administración francesa para acordarse de mí, porque si no, tan sólo me quedará enrollarme bien enrollado con papel higiénico y sentarme en el sofá a esperar plácidamente que el tiempo haga de mí... una momia como Dios manda.

jueves, mayo 17, 2007

Como un bebedero de patos

Hace unos meses tomé la decisión de dejar París. Carpetazo y a correr. Pero abrí otra (carpeta, se entiende). Encuadernación a la francesa, como la anterior. Y he aquí que, pasado el tiempo, me da por preguntarme: “¿y por qué coño no encargué las tapas españolas?”

No puedo contar que el desembarco en la región del rugby y la cassoulet haya sido de toma pan y moja. Más bien es de cucharada de aceite de ricino, lo mismo que les hacían tragar a los hermanos Zapatilla. Y no es que esta ciudad sea mi cuarto de los ratones, no es eso. A mi modo de ver se trata más de un tema de estrella. Ya lo dice el refrán, unos nacen con ella y a otros... se la introducen con sus cinco puntas.

Esto me hace recordar que hay muchas veces que no valoramos en su justa medida el gran esfuerzo que hacen nuestras madres para prepararnos para el mundo que se nos viene encima. No creo que haya muchos que puedan decirme que admitían con gusto y comprensión aquellos supositorios que desvirgaron analmente a una buena parte de nuestra generación. Pues bien, lo que muchos no entendimos en su momento se me ha revelado ahora con una claridad pasmosa y cristalina: no era más que un entrenamiento con vistas a futuro. El problema es que lo de los supositorios hace tiempo que mi madre lo dejó, cuando me fui haciendo mayor (... y más fuerte, claro). Así pues, al igual que el cerebro, el culo también sufre de alzheimer y tiende a olvidar lo que un día se le enseñó con tanto afán. Es por eso que hoy ando tan escocido. Y eso que yo, puestos a elegir, antes que la bandera de Japón me quedo con la española, a pesar de ser esta última parte de la herencia de uno de los mayores sodomizadores de la historia reciente. Sin embargo, a uno no siempre se le pone en la tesitura de hacer elecciones.

Y es en esta coyuntura de hechos consumados que no puedo imaginar otra intención por parte de Renault (mi coche), de la propietaria de mi piso, de mi empresa, de France Telecom (mi proveedor de teléfono), de Orange (mi proveedor ADSL), de BNP Paribas (mi banco), de la Poste (correos), de l’Assurance Maladie (la S.S. francesa) y un largo etcétera, que no sea la de conjurarse en mi contra con el objetivo puro, simple y doloroso de... darme por el culo.

“ORGANIZACIÓN, COÑO, ORGANIZACIÓN”, oí gritar un día. Pues nada, hombre, habrá que comenzar a pensar en tomar las de Villadiego, no vaya a ser que me acostumbre y, como dijo aquél,... me acabe gustando.