martes, octubre 24, 2006

Jaque

Si uno habla de poner en jaque, seguramente lo primero que se nos venga a la mente sean imágenes de un juego entre dos personas, cada una de las cuales dispone de 16 piezas movibles que se colocan sobre un tablero dividido en 64 escaques. Estas piezas son un rey, una reina, dos alfiles, dos caballos, dos roques o torres y ocho peones; las de un jugador se distinguen por su color de las del otro, y no marchan de igual modo las de diferente clase; y en el que gana quien da jaque mate al adversario. No me lo he inventado yo, es lo que dice el diccionario de la Real Academia Española.

Pero me apuesto una caña a que si le preguntamos a cualquier policía de Ile de France, la región en la que se encuentra París, cuales son las imágenes que ve si le hablamos de jaque, lo primero en lo que pensará será en la banlieue, o lo que es lo mismo, en los suburbios parisinos, y lo segundo, en cientos de jóvenes encapuchados con las manos llenas de piedras o cócteles molotov, haciendo suyo un barrio que tal vez algún día tuvo ley. Esto no es un juego de la PlayStation, es la vida real.

Hoy leía en el periódico que el otro día, en una de estas barriadas del norte de París, un grupo de violentos peones de este ajedrez salvaje planearon y ejecutaron una emboscada contra una patrulla de policías. Sin saber lo que les esperaba, la pareja de agentes entró con su coche en una calle cortada, e inmediatamente les bloquearon la salida con una barricada. Y mientras contemplaban asombrados cómo eran cercados, comenzó una lluvia de proyectiles pétreos —es decir, piedras como puños— provenientes de los cuatro costados. Fueron obligados a bajar del coche y pateados sin piedad. Tan sólo las pistolas, efectuando disparos al aire, consiguieron disuadir a los violentos de culminar su obra. Al final, este ejemplo constituye tan sólo una jugada en medio de esta irracional, peligrosa y descontrolada partida.

Yo nunca he sido muy bueno al ajedrez, pero desde la apertura atacante con la que comenzaron hace casi un año —en realidad habría que ver si la partida no comenzó realmente unos cuantos años atrás, con distinta apertura y, tal vez, aperturista—, estos grupos o bandas no han dejado de jugar con la táctica del desgaste —más de 21.000 coches quemados en seis meses, con miles de detenciones—. Decía que yo no soy muy bueno jugando a esto porque en un intercambio de piezas, me cuesta dilucidar quién podrá ser finalmente el vencedor. Aunque quizás, si lo pienso detenidamente, tal vez no pueda verlo porque en realidad, en esta partida… no existen más que perdedores. Nadie gana, todos pierden… hasta los espectadores.

Lo cierto es que a este paso, y como la partida continúe por los mismos derroteros, creo que voy a abandonar mi dedicación al Kung-fú, cancelar mi inscripción al gimnasio, comprarme una armadura y pedir al responsable de la Sala de Armas del Museo del Ejército que me preste la Tizona. Porque en mi papel de humilde peón —descartado el rey por mi condición de republicano, la reina por mi heterosexualidad contrastada, el alfil por mi ateísmo confeso, el caballo por el contraste de las dimensiones penianas y la torre sencillamente porque no me pega—, si al final todos nos vemos obligados a jugar, al menos quiero estar protegido frente a posibles mandobles.

Por eso no estaría mal que en vez de enrocarse, el señor Sarkozy eligiese otra salida, porque hay veces que una diagonal o pequeño rodeo en L, puede favorecer que la partida no se convierta en una pura y simple demostración de quién es el más fuerte. Ahora sí, al igual que la variedad de movimientos en las piezas, las responsabilidades también han de repartirse, pues si no se corre el riesgo de ver el juego desde la sola perspectiva de uno de los jugadores.

Yo por mi parte, no pienso quedarme sentado a esperar a ver en qué acaba la partida. Antes que la armadura pienso comprarme un tablero y un manual del Ajedrez para Torpes. A ver si con un poco de estudio y un poco de práctica soy capaz de perder la vergüenza y enviarle algún consejillo al ministro, que le veo un poco duro en esto de la maniobra, la astucia y la diplomacia. ¿Es que acaso no se habrá enterado aún de cuál es la diferencia entre táctica y estrategia? ¿No habrá nadie que pueda explicárselo?.

miércoles, octubre 18, 2006

La vida es bella... sobre todo si es gratis

El otro día me dijeron que la fundación de la ciudad de Roma data de una fecha de hace más de 2700 años. Resulta difícil saber si aún se conserva un vestigio de aquella fecha tan remota, pero lo que no se puede negar es que Roma rezuma historia por los cuatro costados… o más propiamente, por las siete colinas. Y digo que no puedo negarlo porque precisamente estuve allí este fin de semana pasado y pude constatarlo por mí mismo. Grandiosa es esta hermosa capital… y más grandiosa aún cuando se divisa desde cualquiera de las tres terrazas de la suite de dos plantas del hotel de cinco estrellas en el que estuve alojado. Si a eso añadimos que mi bolsillo tan sólo ha soportado la carga de un par de cervezas consumidas en el bien surtido minibar de la planta baja de la suite, el éxtasis alcanza cotas divinas –¿será por la influencia de la próximidad de la Santa Sede?–.

Sólo el hecho de la visita a una ciudad tan maravillosamente histórica como Roma ya hubiera valido sin duda un artículo dedicado a tal aventura. Pero si, como aderezo, aliño y guinda, añadimos el hecho de pasar el fin de semana disfrutando de los placeres reservados a los magnates, empresarios, directivos, millonarios, artistas de cine, cantantes famosos y Dalai’s Lama’s de turno, no sólo queda justificado sino aún diría que obligado el hecho de compartir con vosotros la experiencia.

Como es evidente, comenzaré por una breve reseña del alojamiento. El hotel del que os hablaba, es un hotel de cinco estrellas –Hotel Exedra–, situado en la céntrica Piazza della Repubblica. En la puerta nos dejó, la noche del viernes, una limusina que vino a recogernos al aeropuerto –tranquilos, no era una limusina como las americanas, las de las películas. Era un simple Mercedes– Al llegar a recepción, nos pareció que por un momento había algún problema con nuestra reserva, pero no, lo que ocurría es que estaban intentando encontrarnos un espacio adecuado. La primera edición del festival de cine de Roma estaba llenando la ciudad de visitantes, entre ellos Sean Connery, con el que no pudimos finalmente coincidir en el hotel. La habitación 441, ésa es la que nos dieron.

Después de subir a la cuarta planta, caminar por un suelo enmoquetado hasta el final del pasillo y abrir la puerta, éste fue el panorama que nos encontramos: Suite de super lujo, con dos plantas, cada una de ellas aproximadamente de 60 m2. Planta baja: vestidor enorme justo en la entrada, salón con una mesa redonda en la que cabrían el Rey Arturo y todos sus caballeros, dos sofás de diseño con cojines y una barra de bar grande con su correspondiente nevera –muy bien surtida, por cierto–, un cuarto de baño como en los anuncios, con una bañera de hidromasaje más grande que todo el cuarto de baño de mi casa, siendo la pared frente a la bañera un gigantesco ventanal desde el que poder contemplar Roma mientras tu cuerpo nada en un mar de espuma, y con una puerta en medio del ventanal para salir a una de las tres terrazas de la habitación. Del salón, suben unas escaleras que nos llevan a la parte dormitorio. Primera planta: dormitorio circular, con agujero en el centro que comunica con la planta baja y del que salen multitud de lámparas y velos que las cubren, cama de 2x2 –dos metros de ancho por dos de largo–, otro cuarto de baño, esta vez sólo con ducha –pero qué ducha–, y segundo vestidor, aunque algo más pequeño que el primero, ah, si!, y una tele de plasma de más de 40 pulgadas, más dvd, colocada justo enfrente de la cama.

Con este resumen creo que es más que suficiente, así que me ahorraré los detalles…que os aseguro que los hay. Bueno, tan sólo una cosa… si tenéis curiosidad sobre el precio, os puedo decir que se trata de una cifra con cuatro dígitos.


A pesar de que da pena salir de una habitación como ésta, el sábado por la mañana nos decidimos a sumergirnos en ese particular caos que tanto caracteriza la vida cotidiana esta extraordinaria ciudad como es Roma. Visitamos la Fontana di Trevi, el Panteón, la Piazza Navona, el Campo de Fiori, el Castelo de Sant Angelo, y, a pesar de mi ateísmo confeso, también nos dirigimos al Vaticano. Y quiso la Providencia o la madre que la parió, que en ese concreto día y en ese preciso momento, un señor de blanco al que todos llaman Su Santidad, estuviese dando una conferencia ante miles de fervientes seguidores. Haciendo de tripas corazón, resistí el envite, y afortunadamente aún me mantengo fiel a mi ausencia de fe y a la negación de lo divino –y más aún de la jerarquía que lo mantiene–. Pero valga este pequeño inciso como otra anécdota más de las muchas que tuvo el viaje.

Después de tanto caminar, se hizo necesario un refrigerio, así que haciendo valer el consejo que vimos en EnRoma, nos dirigimos a comer la mejor pizza de Roma, en la pizzería La Montercarlo.
Sin tiempo de hacer sobremesa, nos dirigimos corriendo al hotel, pues a las cuatro salía un autobús alquilado para llevarnos a conocer los secretos de la Roma antigua y renacentista. Así fue como, con visita guiada, nos vimos de pronto imaginando combates de gladiadores en la arena que antiguamente cubría el Coliseo. Decir que es sencillamente majestuoso. Después de varias visitas más, finalizamos la tarde y comenzamos la noche con una visita privada al Museo Capitolino, para rematar con una cena –también privada– en una de las terrazas del museo –Terrazza Caffarelli–, desde la cual, la vista sobre Roma es sobrecogedora. En la cena, siempre amenizada por un cuarteto de músicos que tocaban una mezcla entre jazz y soul, nos encontrábamos 38 personas de 30 nacionalidades diferentes!, un dato que al menos no dejará a nadie indiferente.
Para finalizar el día, después de regresar al hotel, decidimos salir a tomar algo por el Campo de Fiori, preciosa plaza muy concurrida tanto por el día como por la noche. Pero finalmente no alargamos demasiado la salida, puesto que a la mañana siguiente había que madrugar… nos esperaba un curso de cocina.

Después de saludar al Dalai Lama, ilustre inquilino también de nuestro hotel, nos dirigimos hacia las afueras de Roma, a preparar Bombolotti alla amatriciana, Saltimbocca alla romana y Torta caprese, que fueron los tres platos (primero, segundo y postre) que nos enseñaron a cocinar en la escuela GamberoRosso Città del gusto. Es una verdadera escuela de cocina, muy reputada, en la que imparten cursos, tienen un programa de televisión, etc. Sólo las instalaciones ya son dignas de mención. Y fue en sus cocinas donde los 38 parroquianos de la noche anterior nos comenzamos a llenar las manos de harina, tomate, cebolla, chocolate, huevo,… para preparar los platos que luego habrían de servir para llenar nuestros estómagos. Otra experiencia que resultó ser increíble, a pesar de parecer algo tan simple.

Y después de beber, cocinar, beber, cocinar de nuevo, comer y seguir bebiendo, volvimos de nuevo al centro de Roma –afortunadamente, en autobús– para rematar el día y dar por concluido así este inolvidable fin de semana. El Foro Romano, el Circo Máximo, el Jardín de los Naranjos, la Piazza de Spagna y la Piazza del Popolo nos esperaban. Terminamos a eso de las siete de la tarde en la puerta del hotel, en la que un minibús nos llevó, como si de un rally se tratara, hacia el aeropuerto. Allí cogimos el vuelo de vuelta, tras el cual un taxi me dejó casi en la puerta de mi casa –ups!, el único fallo que ha habido en el fin de semana, por lo del casi. Aunque admito que fue gratificante bajarse del taxi tan solo diciendo Bonsoir mientras veía cómo el taxímetro marcaba 70 €–.

Lo jodido fue cuando, después de abrir el portal, subir en el ascensor y abrir la puerta de mi casa, contemplé el triste panorama de vivir en un pequeño estudio que en toda su extensión no cubre ni tan sólo la mitad de una de las plantas de la suite en la que me desperté precisamente esa misma mañana. Qué jodido, repito, me sentí cuando volví a darme cuenta de cuál es la realidad.

Pero amante como soy de los cuentos, soñando quise terminar el día. Y así fue cómo, mirándome los pies y creyendo imaginar que había perdido un zapato, entré en mi humilde casa pensando en lo bonito que sería si yo fuera Cenicienta…. bueno…mejor dicho…, Ceniciento.

viernes, octubre 13, 2006

Teoría de la Selección Laboral

Es realmente curioso el tema éste de los procesos de selección laboral. Quién no habrá pasado alguna vez, a estas alturas ya de la vida, por uno de estos amenos, entretenidos y siempre gratificantes procesos. En mi caso, gracias a ese espíritu inconformista que siempre va conmigo a todas partes, y que me ha llevado en varias a ocasiones a dar pequeños cambios de rumbo –y por ende, de empresa–, puedo decir, así, a ojo de buen cubero, que en toda mi vida de sufrido proletario habré pasado por la criba en más de 100 ocasiones, para un número de empresas cercano a la mitad. Es una cifra nada despreciable si tenemos en cuenta el tiempo invertido, las tensiones soportadas y las decepciones sufridas.

Decía que es curioso esto de la selección por los diferentes tipos de sistemas, pruebas, entrevistas y personajes que puedes llegar a encontrarte. Entrevistas con RRHH, con gerentes, con directores, dinámicas de grupo, entrevistas técnicas, tests psicológicos, pruebas de escritura, tests de inteligencia, solución a planteamientos de hipótesis o casos reales, pruebas de idiomas, etc. La lista es larga. Es difícil encontrarte con todo esto en un mismo proceso –si fuera el caso, te recomiendo que salgas corriendo de esa oficina–, pero yo puedo atestiguar haber sufrido en mis carnes un 90% de la lista descrita, sólo les faltó darme por culo –¿entiendes ahora por qué digo que salgas corriendo?–.

Con relación a la fauna con la que uno puede cruzarse, también hay de todo. Es una tarea para muchos ingrata, y que no siempre se ejerce de una manera inocua. Pero en el fondo, yo no les culpo, porque también he estado en el bando contrario, en el de los malos, y es una tarea que si no sabes controlar puede llegar a envilecerte.
Mención aparte merecen aquellos o aquellas que disfrutan viendo sudar al personal. Es la figura de lo que se llama vulgarmente un hijoputa –o hijaputa–. Dícese de aquél –o aquella– que se pasa la hora u hora y media de la entrevista provocando, tocándote los huevos, de una manera tan evidente, tan palpable, que realmente da la sensación de que te esté haciendo una presa genital. Habrá alguno que piense:
–Joder, pues si te toca los huevos será porque te dejas.
Sí, claro, como si a mí gustase que me toquen las pelotas. El problema es que cuando la situación es acuciante, el trabajo es precario y las oportunidades escasas, hay que hacer de tripas corazón y tragar un par de veces antes de comenzar a cagarse en lo más sagrado.

Está claro que hay diferentes escuelas a la hora de aplicar métodos, tácticas y estrategias por parte de los seleccionadores. Pero también hay diferentes tipos dentro del colectivo de los postulantes. Sin el afán de plantear aquí una clasificación exhaustiva, ni tampoco establecer una analogía o asociación con clases sociales –aunque estoy más que tentado de hacerla–, yo diría que a grandes rasgos podemos distinguir claramente dos tipologías: por un lado están aquellos que por circunstancias de la vida, del mercado, de oportunidad, de formación y, por qué no decirlo, de suerte, se ven en la dura tarea de convencer a quién sea para conseguir un trabajo demasiadas veces mal pagado. En el otro extremo se posicionan los que, por los mismos tipos de circunstancias, pero esta vez, inclinando la balanza en el otro sentido, se ven en la dulce tarea de recibir propuestas que tienen el objeto de convencerles sobre la conveniencia de convertirse en miembro de un maravilloso e idílico colectivo humano-empresarial –huelga decir que en lo referente a la minuta resultan también bastante más atractivas este segundo tipo de postulaciones–.

Yo siempre me he sentido encuadrado en el primer tipo, aunque en la última ocasión en la que probé de nuevo la excitante experiencia de la búsqueda de empleo, el destino quiso que me sintiera un poco más cerca del segundo. Pero bueno, ya sabemos todos que un espejismo no es sinónimo de realidad, y al final todo lo que sube… baja –si es que no estaba destinado a subir–.
Así que, ahí sigo, encuadrado en el tipo de postulante que demanda una oportunidad al menos digna. No quiero ser hipócrita y decir que no la disfruto en este momento, pues no tengo demasiados motivos para quejarme. Pero aún sigo esperando el día en el que llamen a mi puerta para presentarme una oferta irrechazable... aunque sólo sea para darme el gusto de decir que no... por el puro placer de sentirme libre.

jueves, octubre 05, 2006

El pequeño saltamontes (II)

Aún sigo siendo saltamontes. Y creo que irá para largo. Es jodidamente difícil esto del Kung-fu. Aunque, realmente, lo que creo que no se me da bien es lo de pegarme con alguien. Yo me considero una persona pacífica, sin una animosidad especial por untarle los morros al primero que se me cruce. Tampoco soy alguien especialmente atrevido, ni valiente. Tal vez porque ya he probado en más de una ocasión el sabor de una buena leche. Aparte de otros golpes, tengo contabilizados dos puñetazos en la nariz, otro en un ojo, y una patada de kateka en pleno rostro. Sí…, creo que no soy un buen pegador, aunque sí un buen encajador. Quizá sea porque estoy más acostumbrado a recibir que a dar —que perra vida—.

Ayer fui a mi segunda clase de artes marciales. Los miércoles es el día en el que se hace casi una hora de preparación física —correr, saltar, estirar, abdominales, flexiones, etc.— y algo más de media hora de combate. Esta media hora es realmente la más entretenida, pero, cómo os podéis imaginar, no está exenta de cierto riesgo. La dinámica habitual es hacer dos filas, una enfrente de la otra, y ponerse por parejas. Se practica un tipo de golpe, y se va rotando para que en cada ejercicio te toque con alguien diferente. Ahí me teníais a mí ayer noche lanzando unos directos, algún crochet, que si una patada directa, otra circular, a la media vuelta… Y, joder, tan contento de estar practicando y aprendiendo. Yo no me cebaba con nadie y nadie se cebaba conmigo… hasta que llegamos al final de la clase…

Antes de terminar, se hacen un par de rondas de combate libre. La dinámica es más o menos la misma: te emparejas con alguien y practicas todos los golpes que has aprendido, pero esta vez simulando un combate real. Bueno… lo de simulando es para algunos… para otros no. Pues bien, para este último ejercicio me tocó con una chica. Hasta ese momento sólo me había pegado con tíos. No es que sea importante el hecho, pero baste como ejemplo para reivindicar que nosotros también podemos ser el sexo débil.

Después de saludarnos, yo con una sonrisa y ella con carra de perro, nada más comenzar a combatir, la-que-hizo-un-casting-para-Los-Angeles-de-Charlie-pero-que-no-la-cogieron-por-fea me manda un directo en plena jeta, así, pa’ calentar.
Coño— me digo a mi mismo —Esto no va a ser muy divertido
Así que empezamos a pegarnos…bueno, más bien es ella quién me pega… yo sólo intento defenderme del aluvión de hostias que me están cayendo. Después de un minuto recibiendo palos, pienso que ha llegado el momento de hacer valer mi mayor peso y —se supone, como hombre que soy— mi mayor fuerza. Pero de nada vale intentar defender el orgullo masculino si tu contrincante da, pega, recibe y encaja mil veces mejor que tú. A cada patada que intento conectar, ella me responde cogiéndome la pierna y lanzándome un directo. Mis puñetazos no son más que simples caricias. Las suyas, no obstante... son hostias bien dadas.
Después de descartar la patada en los huevos por motivos obvios, estoy tentado de escupirla, pero no me suena que eso esté contemplado en la ética del Kung-fu, así que lo único que puedo hacer, aparte de tragarme la saliva y mi orgullo varonil, es ir reculando por toda la sala mientras rezo mentalmente pidiendo la hora. La tía no ceja en su empeño de hacerme oler el cuero de sus guantes.

—En una de esas, cuando me lance el puño, le cojo el brazo y la muerdo, pa’ que se joda— pienso para mí, mientras Hulka me lanza una patada.

—Esta tía quiere matarme —vuelvo a mascullar entre dientes, a la vez que la prima karateka de Policarpo Díaz me golpea el pecho con un directo

A punto estoy de olvidarme de la ética del Kung-fu y pasar a la del libre albedrío, la del todo-vale, la de no-importa-el-medio-sólo-el-fin, cuando... Aleluya!, mis plegarias son por fin escuchadas y la clase finaliza.

—Te ha salvado la campana, muñeca —es lo único que se me ocurre pensar para no enfangar más mi, ya por los suelos, orgullo masculino, aunque en realidad el que se ha salvado he sido yo.

Lanzo un resoplido, mientras algo maltrecho, le hago el saludo y tengo un pensamiento para su santa madre. Ya no me acuerdo si esta vez me sonrió o no, pero poco importa, porque después de la demostración hecha, hubiera sido lo mismo que una sonrisa de serpiente, que una carcajada de hiena.

Y mientras recojo mis cosas, y voy camino de la ducha, me digo a mí mismo que al menos la chica ha respetado mis virilidades, algo es algo. Pero aún así..., creo que para el próximo día, me pondré la coquilla, no vaya a ser que en esta semana la hija pequeña de Harry el Sucio decida perder la poca humanidad que aún le queda.