martes, noviembre 28, 2006

Sarna con gusto...

Mientras me estoy tomando una cerveza para ayudarme a digerir unos trozos de chorizo ibérico, pienso… que está bien esto de tener amigos. Y más si son tan generosos como los dos que me han visitado este fin de semana. Entre Oscar y Antonio, Antonio y Oscar, me han llenado la cocina de suculentas viandas y no menos apetecibles licores: una pieza de jamón –del castizo, del serrano, nada de York ni de esas memeces– , un chorizo como la manga de un loden, un par de fuets –espetec de Casa Tarradellas, casi ná!–, un trozo de lomo embuchado, un cuarto de queso Manchego curado –para enseñar a estos gabachos lo que es un queso–, una botella de pacharán De Nuestra Tierra –¡¿Cómo?!, ¡¿Qué no conoces el pacharán De Nuestra Tierra?!... pero tú en qué mundo vives, chaval–, una botella de licor de hierbas –del bueno, como diría Antonio, nada de mariconadas como el Ruavieja–, un Faustino V reserva del 2001 y un par de botellas de JB –que el alcohol debe de estar caro en París, dice Oscar–.
Lo que aún no llego a comprender es cómo coño habrán podido pasar todo esto sin sufrir ninguna inspección. Pero aún no salgo de mi asombro, cuando veo a Oscar sacar del zapato otro regalo... aunque esto no se come ni se bebe... se fuma. Tentado estoy de dar las gracias al Cielo, pero finalmente le agradezco el milagro al doble fondo de la maleta de Antonio, al celo de la gente de seguridad de Barajas... y a que Lassie estuviese resfriada ese día.

Ellos dos han rematado la quinta visita que he tenido en las últimas seis semanas. Todo empezó con Javi Echeverría y Susana, que de Sevilla venían. Siguió Javi Muñoz, con el que compartí cinco noches –cada uno en su cama, eso sí– y otros tanto días. Néstor e Irene fueron los terceros, que trajeron consigo un trocito de mi querida Coslada. Hace diez días, tuve el enorme placer de dar cobijo a mi madre, Elisa, después de haber sido ella la que me dio luz, teta, techo y comida durante veintisiete años. Compartí con ella, con mi hermano Javi, mi cuñada Laura y mi pequeño sobrino Javi un bello fin de semana. Y finalmente... Antonio y Oscar, dos grandes entre los grandes, con los que he disfrutado de las risas, las copas, las confidencias, los recuerdos y la amistad.

Ha sido cansado, pero sin lugar a dudas, gratificante, tener a toda esta diversidad de gente rondando por mi pequeño salón, haciendo y deshaciendo camas, roncando o respirando fuerte, fregando y limpiando, visitando, paseando, improvisando, comiendo, bebiendo, riendo, pensando, relatando, escuchando, besando, abrazando… Muchos gerundios son los que me olvido, eso es seguro, pero valga esta pequeña lista como muestra de la actividad que ha supuesto para mí intentar que todos aquellos que con ilusión han venido, partan con la misma intacta e incluso, si es posible, acrecentada por el deseo de volver a tomarse una crêpe. Y si hay alguien a quien le entren ganas, al leer esto, de invitarme a una, que sepa que la primera... corre de mi cuenta. Pero eso sí, se la cambio por una caña.

Y mientras sueño con tomarme esa caña, me despediré pero no con un adiós, ni un hasta luego ni con un ciao. Hoy lo haré en francés. Pero francés del nuestro, del castizo, del que se habla en Arganzuela y en Moratalaz..., que de éste... Antonio y Oscar saben la hostia.

Orvuar... aviantó... e a la prochan, mesamí.
Sé la ví.

lunes, noviembre 20, 2006

En el fondo... la quiero

Hoy tenía pensado escribir sobre un hecho que llenó de júbilo a miles de hogares españoles, un júbilo éste privado, furtivo, velado, disimulado, clandestino..., y también a otros cuántos hogares más que tendían su mirada por detrás de las malditas fronteras oscuras que nos aislaron del resto del mundo durante casi 40 años, pero a buen seguro que éste último sería un júbilo público, visible, desenmascarado, cantado, manifiesto...
Pero mientras pensaba en escribir sobre el infame personaje, cuya mediocridad describe con tanto acierto Paul Preston en su libro Las tres Españas del 36, una visita inesperada ha captado mi atención.

En este momento, un cielo negro y lluvioso cubre París, y la melancolía, que tan bien define y caracteriza la vida en esta ciudad, ha hecho acto de presencia en mi propio salón. Está aquí... conmigo. Casi puedo tocarla… sentada en la silla que me acompaña y que tan vacía parece. Las notas de la música de Yann Tiersen inundan la habitación, y me pregunto si esas melodías que con tanto acierto compuso para la bella Amélie, no serán en sí mismas una poción que, no a través de la boca sino penetrando por nuestros oídos, hacen que uno se sienta de repente trasladado al París de lo bohemio, de las calles empedradas, de los jardines ocultos que cierran sus puertas a la caída del sol guardando su intimidad, de las puertas de madera tras las que se ocultan casas de ensueño, de las hojas caídas por la llegada del otoño, amontonadas sobre las aceras, del olor del Sena sentado al borde de su ribera, de las bufandas de colores vivos, a rayas, a cuadros, de los gorros dispares, traviesos, divertidos, del mar de bicicletas que inundan sus calles reivindicando una ciudad más humana, del pan y del croissant recién hechos, de los mercadillos, con puestos llenos de fruta, pescados, carnes y quesos, de las canciones antiguas en las que un acordeón impone su presencia, de la diversidad cultural y racial, presente en cada cada calle, rincón o edificio, de los puentes que unen las riberas del río, de sus islas, de las viejas y nuevas historias de comics, de los barcos con sus largas panzas, de esa torre alta y vigorosa, de las iglesias como catedrales, de los claros y oscuros, de las luces y las sombras, de las bebidas coloreadas, de la eternas terrazas llenas de calor, humano y artificial, del sol tan deseado y tan esperado, del verde húmedo, de los artistas callejeros que traen alegrías y sonrisas en las plazas, calles y puentes, del melodioso tono al hablar, de los semáforos de corazones, de los marcianos pacíficos que invaden las paredes, de los variados y apetitosos manjares de la interminable oferta gastronómica, de los desayunos en mi terraza, tomando el sol, de mi querido Montmartre y sus escaleras interminables... y de todos aquellos secretos que sin lugar a dudas guarda y que todavía me oculta.

Y aún cuando la música sigue sonando, la melancolía que hoy ha venido a decirme hola, comienza a despedirse de mí, pero sin decirme adiós..., tan sólo un hasta pronto, o mejor dicho, un à bientôt!... pues tan bien como yo, ella sabe que volverá a visitarme cuando dentro de poco tiempo... yo mismo me despida de esta ciudad, de esta París tan bella y fascinante... como fría y distante.

miércoles, noviembre 15, 2006

Una nueva generación


Hoy he recibido un comentario desde el que se me invitaba a visitar otro humilde lugar (todos los son) en el que una persona inquieta, inconformista y a la que conozco bien, quiere compartir sus opiniones en relación a una de esas generaciones que, no se sabe muy bien cuándo y de qué manera, alguien ha tenido la idea de bautizar, a veces con tino y otras con desatino.

En este caso, lejos de ser un calificativo o denominador de clase, bien podría indicar el status social al que se ve relegado el grupo de individuos al cual da nombre. Y digo relegado porque, al final, no importa tanto la cuna como el tamaño de tu cartera, para sentirte encuadrado en una posición socialmonetaria que hace de la clase media una utopía ya perdida.

La primera vez que vi éste término, tardé un poco en darme cuenta de lo que significaba, pues tengo la suerte de encontrarme encuadrado en un grupo monetario un tanto más aventajado. Pero eso no quita que no comprenda hasta qué punto resulta difícil hoy en día, poder vivir una vida independiente en esta España de viviendas de lujo –de lujo, no por sus prestaciones, sino por sus desorbitados e injustificados precios– con un salario de 1.000 euros.

Tuvimos a los hippies, la generación de la movida, los yuppies, la generación beat, tuvimos a los JASP… Bueno, pues ahora es el momento de los mileuristas.

lunes, noviembre 06, 2006

La otras armas de destrucción masiva

Hoy he visto una noticia que decía que estaba prohibido embarcar en un avión con un trozo de Camembert en el equipaje de mano. No puedo evitar mostrar mi alegría, puesto que después de varios años de lucha y de esfuerzos denodados, la nueva normativa europea sobre seguridad en los aviones me ha dado la razón: el queso puede convertirse en un arma mortal.

Yo siempre he defendido la postura de que algo que suelta un hedor capaz de hacer vomitar a una cabra (a la postre, la madre que lo parió), lejos de ser comestible, es un cruel intento de degradar al ser humano a la vil tarea de la descomposición, función desempeñada de toda la vida por unos minúsculos seres que se llaman, valga la redundancia, descomponedores, y que integran el último eslabón en la cadena trófica. Al Homo Sapiens Sapiens, como último eslabón, esta vez de la escala evolutiva, de siempre se nos ha encuadrado en el apartado de omnívoros, junto con el oso, majestuoso él, pero también con el cerdo, con el que no tenemos demasiadas coincidencias a nivel genético, aunque a nivel comportamental a veces haya más semejanzas. Pero a pesar de esa leyenda de que comemos de todo –más de una madre discreparía con esta definición–, yo no puedo evitar reclamar un límite razonable al ámbito que concierne a esa… cosa nauseabunda.

Ciertamente la noticia es un golpe de efecto para el bien de mi teoría –y por eso me regocija tanto– de que el queso no es más que una fétida creación fruto de una conspiración que, auspiciada por el resto de seres que pueblan el planeta, tiene como objetivo la extinción de la raza humana, empleando a ciertos mamíferos a modo de instrumentos hacedores (véase como ejemplo a la cabra). Como en todas las conspiraciones, maquinaciones, tramas, complots y conjuras, existen los colaboracionistas. Agrupados en este gremio, los quesófilos han hecho de mi infancia y de mi camino a la madurez –aún no conseguida, por cierto. ¿Tendrá esto algo que ver? – un penoso calvario de incomprensiones e incluso de burlas. Es duro crecer en un ambiente caseoso sin tener esa simpatía que se espera por el hediondo pedazo de leche cuajada.

Y es que yo me pregunto, ¿quién coño va querer meterse en la boca algo que huele como un calcetín sudado, que ha fermentado al sol en el pie de un muerto tirado sobre un estercolero? A veces pienso que hay quesos que están hechos a mala hostia, que hay alguien detrás eligiendo el aroma con la simple idea de putear al personal. Me viene ahora a la memoria la novela de Patrick Süskind, El Perfume. En ésta, el protagonista, creador de los más impresionantes aromas, se pluriempleaba en la tarea de asesino compulsivo. Si en la elaboración de los quesos, existe una figura análoga, tiene que ser un verdadero hijo de puta, en el que la comparación con Jean B. Grenouille –protagonista de El Perfume–, Charles Manson, Albert Desalvo, el Arropiero o Thug Behram, dejaría a éstos como simples chicos traviesos.

París está lleno de tiendas dedicadas a este apestoso manjar (?). Son fáciles de detectar, pues con el ánimo de atraer a la clientela, abren las puertas de par en par, orgullosos de compartir con los sufridos viandantes los efluvios que emanan de su local. Yo, lejos de agradecerles la deferencia, y en espera de una nueva normativa que nos libre definitivamente a todos aquellos que aguantamos estoicamente semejantes perfumes, de la presencia de estos infectos instrumentos de destrucción masiva, creo que algún día, con la simple intención de devolverles el regalo y estimularles la glándula pituitaria con un nuevo aroma, entraré tranquilamente en una de estas tiendas, y de una forma altruista compartiré con ellos un buen pedo, cuesco o tufo. Eso sí, esperaré a comer fabada… porque aquí la venganza no se sirve en plato frío…

miércoles, noviembre 01, 2006

Bendita alergia

¡¡¡¡¡¡¡Hace sol!!!!!!!

Permitidme que me regocije ante tal acontecimiento, pero no puedo ocultar mi asombro… ni mi alegría. No sé qué pasa, debe de ser el cambio climático, pero lleva todo el día haciendo sol. Hay nubes –evidentemente– pero éstas no impiden que los rayos del señor Sol penetren hasta el fondo de mi pequeño estudio e inunden de luz la minúscula estancia en la que vivo. Joder, qué espectáculo.

Esta mañana al levantarme he comprobado el excepcional día que estaba haciendo y, a pesar de mi larga inactividad atletísmica, me he puesto unos pantalones cortos, una camiseta técnica y me he calzado mis zapatillas Saucony y, con la ayuda del metro, me he acercado hasta el Bois de Vincennes, un parque situado al este de París. Rodeado de docenas de amantes del buen tiempo, me he puesto a correr, dando vueltas a un precioso lago. Mientras una vocecilla en mi interior me animaba a cada paso –corre, Forrest, corre–, yo disfrutaba en cada vuelta del aire, del olor a hierba, del latido de mi corazón y sobre todo…del sol.

Una vez de vuelta en casa, era de obligado cumplimiento seguir deleitándose con el magnífico regalo que me estaba ofreciendo el día, así pues, he comido en la terraza. Pertrechado con unas gafas de sol, un periódico, y un plato con chorizo, salchichón, queso y aceitunas, me he colocado estratégicamente con la intención de coger algo de moreno. Ah!, olvidaba, dentro de todo el aparejo que me ha acompañado durante esos placenteros momentos, a mi querida y siempre fiel amiga cerveza. Bien es cierto que no era una Mahou, pero eso es parte de las imperfecciones de la vida que hacen que ésta sea real y no un simple sueño.

Después de terminar tamaña comida campera y castiza, y con la intención de favorecer al estómago la realización de su labor, me he preparado una copita de licor de hierbas. Cuánto deben aprender todavía los franceses de la utilidad de los digestivos… bueno, una utilidad que no tiene por qué estar reñida con el disfrute, el deleite, el gozo y el gustazo de tomarte una buena copita de licor. Pero una vez puesto en faena, y llegando a un punto quasi-orgásmico gracias a la presencia del astro naranja, no he podido evitar servirme algo más serio. Agradeciéndoles a los señores Justerini y Brooks su legado, me he puesto un copazo de whisky con limón, mientras he seguido bronceándome tranquilamente sentado en la terraza.

Ahora son ya casi las cinco, y el sol, inevitablemente, comienza a ponerse. El atardecer se adueña del día, y dentro de poco dejaré de verle..., al sol, me refiero, pero creo que aún podré terminar mi copa con algunos rayos en mi cabeza. Intentaré evitar que la nostalgia me invada, pues no quiero estropear este día. Grande, grande, así es como está siendo. Dejemos que acabe de la misma forma.

Y finalmente..., después de haber rematado ya mi JB con un par de sorbos, al levantarme para ir al baño y mirarme en el espejo,... caigo en la cuenta de que tengo una pequeña irritación en la cara, un ligero enrojecimiento en una mejilla, concretamente... en la izquierda.

–Uf! –respiro aliviado–... menos mal que sigo siendo alérgico a estar cara al sol.